Camina atrapada entre hierros, maderas, cadenas atadas a pies descalzos. Se sumerge en la paz caótica de este ocaso kárstico. El que suda y sufre a la vez, en esta inmensa calle inédita, herida de luces de neón y de rostros desvencijados. Mimetizados.
Ella camina por un lado, hacia otro quizá. Y yo, absorto en su horizonte, por el contrario. El opuesto. El converso. El de enfrente. Calza botas negras, falsas bagatelas de una memoria borrosa (a cada paso). Viste calcetines grises, pantalón negro, corto, dejando entrever sus piernas ajadas. Su camiseta tiene todos los rasguños del tiempo. Su mirada está perdida, posa sobre un lugar infinito. En las dos lágrimas, siempre escasas, de su padre. En la huída de Kim. O en aquel miedo recurrente: una noche un rostro anónimo sesga continuamente su certeza, abalanza su fuerza férrea entre su débil cuerpo. Y su ánimo muda, todas las noches, muda y nada. Como la memoria. Nada.
Eso supongo yo, que visto ropajes del Estigia, baratijas de despedida, toco al dolor con el dolor de mis pies minados, ni giro ni mitigo mi mirada aterrorizada, lejana, a ratos. Desde mi mundo convexo me dirijo hacia su espacio en blanco. Un hueco imperceptible, que siempre hallo en esta muralla frágil. Hoy, muralla escarpada en una calle inmunda, pero nuestra. De ella y de mí.
Mis ojos se cruzan con su nuca. Mis brazos cansados dejan caer este café, de nuevo acuoso, agua sucia. Tras él, cae la vetusta cámara sin carrete. Este
todo que dibujo se rompe al caer, choca con el asfalto asfixiante, el calor de nuevo es temeroso. Mil pedazos. Y su nuca sigue incólume. De espalda a mis ojos. Estoy desconcertado. Nunca la tristeza tuvo esta forma corpórea, o al menos, no logré atisbarlo antes, frente a mí. No puedo dejar de mirar su lado oculto, imaginarme un rostro derrotado, unas manos dubitativas moviéndose a la par que el viento: lento y moribundo. Al cabo (creo que sucede al cabo), su mano derecha coge una tiza blanca, cercana, y escribe con pesadumbre (es decir, con lentitud) seis siete diez no sé palabras. Ininteligible, de nuevo sigue sin girar su cuerpo incomunicado, ni sus pies ni su mano izquierda ni su rostro destrozado. Pero escribe. Y cuando deja de escribir, posa sus dedos sobre este abrasador asfalto y se dispone a yacer.
Yo sigo mirándola. A toda ella. Cada vez la veo más. La creo más aún. Sigo opuesto. O enfrente. La veo a ella, y a sus rodillas heridas. Sus codos enfrentados. Y la mochila vacía que tiene tras de sí, la maleta ausente que la gente pisa cuando la rodea. Y empiezo a entender, desde aquí, sus símbolos corruptos. Su testamento blanco. Dice que lega su nada a nadie, a los que pierden el equilibrio, a los funambulistas del dolor, a los supervivientes de esta vida sonámbula, anodina. Y a todos, o a ninguno que es lo mismo (escribe), de los que la ven.
Estaba desconcertado, pero ahora estoy sobrecogido. Estaba aterrorizado y ahora estoy aterido. Me agacho, tratando de no rozarla siquiera. Recojo mi cámara herida. Extenuada, inútil. Y la arrojo con todas mis fuerzas, con mi lastimosa energía, contra ella. Debo de acabar con su dolor. Lo intuyo en su testamento. Salto sobre ella. Y antes de volver al suelo miro a la tierra donde, creo, voy a caer. He roto un espejo. Hecho añicos, queda.