domingo, junio 21, 2009

El lamento de Dido / octubre / 1893































La herida se va cerrando en silencio, ese tibio silencio que sobrecoge cada dos minutos en esta sinfonía 6. Silencio a dos voces. Quizá tres. A veces tres. Una viola rompe el adagio allegro mirando de soslayo a un titubeante concertino. Que duda, como otras noches. Son planos cortos, subjetivos te conté. La viola mira al concertino. El violín al contrabajo que sonríe al fagot que señala sin rubor lo que sugiere la flauta. La batuta en plano, el público fuera de él. El clarinete en plano. Y tus ojos, sus ojos, fuera de él. En un lado siempre estuvo lo que enseñaste. Y en el otro, imperceptible entonces, lo que escondiste.

Se acerca la hora. De 1893 o de 2009. El año da igual. La tragedia es la misma. Causa y efecto juegan a ser catarsis. Origen y destino juegan en una estación sin nombre. La boca tiende de nuevo a hacerse preguntas, cómo no... y tus manos, esquivas, a aterir las respuestas.

El adagio camina a lamentoso. Y el silencio cada vez es más prolongado. Se han ido casi todos, entre la duda y la penumbra, llenos de deudas y promesas. Se han levantado afligidos, oscuros, indómitos o fugaces. Han desaparecido o al menos, ahora, ya no están. Insurrectos en un mundo de comunes, Cenicientas del miedo cuando se miran al espejo. Si no, cómo crear. De dónde hubiera nacido todo, para ellos, para ti, para mí. Arrebatando siempre presencia a las ausencias.

El oboe enfunda de nuevo su tristeza. Estamos él y yo. Y una luz ascendente o descendente. Es la hora. Son las 22.41. Siempre son las 22.41, ya, desde hace 116 años. La hora, la hora exacta... de la partida de Eneas.