El rayo que no cesa
Es como un león que ruge dentro de mí. Como el sigilo de la traición. Como si este mundo no fuera mi mundo y durante un tiempo haya logrado atravesar una barrera de sosiego y paz en el camino habitual de dardos y espinas. Pero ruge el león, y no es un rugido mustio. Ha leído las cartas, ha visto las fotos, ha viajado más que yo, al pasado, al futuro, más rápido que yo. Ha hablado con todos. Intenté parar el tiempo pero ya ha logrado alcanzarme. Quizá todavía no. Pero suena la llave. Lo va a lograr.
Ruge lentamente, como la parsimonia de la traición. Apago las luces para no verlo. Me quedo quieto, paralizado, en un bar, en un portal, en la cama, en el asfalto que separa 120 kilómetros. Y la luz ciega mi guarida. En tus besos de rejas y hormigón, en tu cuerpo inocente y excitado... se esconde. En tus ojos instigadores, en tu mirada curiosa... se esconde. En tu andar titubeante, en tus pasos decididos... se esconde. Eres tú, y tú. Y yo, que poseo mientras huyo sin alas. O quizá me escondo y por eso, abro siempre las puertas.
Pero detrás está el león. Intermitente. Cegador. Omnipresente. Es una caricia con apariencia de diamante, fino filo de cristal. Ha viajado siempre conmigo. Veloz. Y un día, cuando quise pararme en el silencio, él movió mis manos hacia la cuna meciendo... Y venciendo. Míralo. Ahí está.
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