sábado, mayo 02, 2009

El virus del miedo


















Dejé de mirarte, para desaparecer. Cambié mis días libres, perdí mustios jueves ganando lunes de hastío. Roté mi camino de vuelta. Volví por otras calles, girando a veces sin sentido sobre la misma plaza. Rompí todas las copas de vino y arrojé -de puntillas- sobre la estrecha calzada los litros pendientes de Barbadillo. Me escondí, y escondí también tus alfombras en lugares perdidos. Los pies se helaron y la casa pereció su color.

Dejé de mirarte. De esperarte... y de encontrarte. Esparcí en un ambiguo infinito las llaves de tus bares, el atajo a tus encinas, tu coche blanco y el susurro perenne de tu sombra fiel. Tu voz fue tornando en difusa, eliminé las cuerdas del clavicordio, la imagen que prolongaba mis sueños sobre tus dedos proscritos. Te hice caso. Y el mundo fue más injusto con mis recuerdos pero quizá mis deseos más justos con tu mundo.

Dolió. Pero funcionó. Agarré aterido, incrédulo, la chistera, sí, pero entré en su túnel gélido y cambié tus luces del alba por la abulia del silencio. Las calles por otras calles. La casa por otra casa. El coche por otro coche. Y el frío por nuevos fríos.

Un día, quizá despistado o quizá perdido, confundí mi camino y giré, quizá ya lo sepas, por una esquina inesperada del pasado. Y estabas allí. Incólume, mirando al suelo, agarrando con tus párpados la fuerza del asfalto, tratando de acortar la ruda eternidad de un segundo.

Y entonces lo supe: tus sueños siempre fueron mis mismos sueños. Y tus ojos, esta vez, mi mundo perdido.