Noviembre entre tinieblas
La oscuridad tiembla, aunque no esté a ciegas. Al menos, mis lánguidos párpados se mueven cabizbajos, ya, entre el alba y el albor. Tiré las mazas, arrojé los martillos al fondo del literario y (menos por un momento, lo sé) solitario río. Iluso, "no es cuestión de herramientas", llegué a pensar, "el efecto siempre pasa, tenaz, por no evadir el golpe".
Por eso yo veo este hueco extenuado. Y el tiempo absorto, que pasa. Y otros ven un espacio y la oportunidad, desafiante, que se acerca. Escucho a los coches. Pero de dónde vinieron, por qué tan temprano o tan lentos. Quién trajo esta arena, marrón, definida. Por qué esa parsimonia errática, "no veo", ese sonido metálico, unos raíles que brillan. Apartado, sentado o tumbado, oigo esta oscuridad de tinieblas. Deben de ser las nueve y veinte. Así estaba previsto. Dos aviones señalan cruces en el cielo. Y tiembla el suelo, quizá sea por la carretera cercana, bulliciosa entre este erial de almas.
La pala rompe el silencio. Primer movimiento, segundo. Tercero. Mis pies se ocultan. No sabemos quién trajo la arena pero sí, yo, quién cava la tumba: dos manos agrietadas y anónimas. Siento el rubor del mar en cien sollozos, que piensan más allá, es decir, en nada.
Es la hora. Y quizá, extraño, el momento. Es el ritmo pausado de la muerte, lo sé, pero nadie me contó que sólo los suicidas estamos vivos, aquí dentro, en la sepultura.
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