Todos estamos muertos
Los mismos carteles de SE VENDE que hace un año. Ajados, eso sí, por el tiempo. Hace sol, el mismo sol pero con otro viento. Cruzo el paso de cebra y desaparece una esperanza. Suena la misma sirena desvencijada, quién sabe si de una ambulancia sin muerto o de un bar sin dueño. Las baldosas. Siguen rotas por el mismo lugar, nadie ha reparado mi continua mirada al suelo. Camino ya entre sillas de ruedas, raíles con finas guadañas y sólo una vía de escape. Hace calor, la misma sensación, la asfixiante humedad de este clima tropical que vivo o imagino.
Un sacerdote sale de un bar, Biblia en mano y comunión en alerta. Un coche resquiebra fugaz el asfalto, arrimándose, como todos, al precipicio de sus sueños.
Es la misma entrada, pero con otros muertos.
Coches negros, ladrillos, un kiosko, una cruz. Batas blancas, escaleras... y el mismo lugar, donde estabas tú. Me siento en la misma silla de esta fila vacía. Un rumor helado recorre mi cuerpo. Quizá sean ya tantas ausencias o quizá precisamente hoy estén volviendo las presencias. Desenchufo el hipocampo, tiene energía residual, irá poco a poco apagándose. Respiro más tranquilo. Cruzo las piernas, como si no pasara nada, como si no identificara al silencio de la muerte acechando. Acechándome a mí y acechándonos a todos que esperamos como ristras en mundos ajenos. Desconecto a Paul Broca. Y respiro, siento, más tranquilo. Conozco esta sensación, te la robé un día mientras dormías. Cerraste los ojos y empezaste a susurrar. Las personas se mueven lentamente, me dijiste, qué parsimonia más extraña. Todos visten del mismo color, oscuro. Nadie es capaz de mirar a los ojos de nadie. Qué pasa. Hablan, pero no les oigo. Unos permanecen sentados y otros deambulan de pie, cada uno hacia un lugar distinto, impreciso. Me rodean, o quizá yo les rodeo a ellos, te entendí. El cielo está negro y gris, el viento es un vacío huracán, una ventana que siempre tiene cristales rotos. Qué sensación, lo siento en cada surco de mi mente, cada partícula elemental de este momento machaca aún más los poros de mi piel marchita. Miro los labios, pero no los leo. Letras y palabras ya eran para ti memoria olvidada. Vuelo o paseo o camino. Y no sé si éste es mi último viaje. O mi último delirio.
Me estoy desvaneciendo. Lo noto. Cada vez hay menos gente ocupando su silla, y no hay halo rodeando a nadie. Es así. Estás. No estás. Me estoy desvaneciendo, de este mundo, de esta silla blanca. Tengo ganas de vomitar y del suelo emerge el frío grito de este gélido adiós. Peter Pan. Gonzalo. La chica del puente. Mi cámara de fotos. El césped aquella primavera. La muralla. El bar al que nunca entré. Un beso y tantas manos deslizándose entre tantos cuerpos. La madrugada de aquel Madrid iluminado. Un paseo. Navidad, las mantas. La despensa. Mi nombre escrito en la señal. El ascensor al sexto, y al sótano. Y de nuevo al sexto. El viento cuando mi moto no llevaba casco. La oscuridad del portal. Los sueños de sábanas blancas. Las canciones. La lluvia amarilla. Y los subtítulos que no interpretaron el lenguaje.
El silencio dura tres segundos, recuerda, me dijiste. Y hoy soy yo quien lo habita. Me dirijo hacia ti, postrada en un vergel, minúscula en tu punto de fuga. Ya estamos todos muertos. Y todavía, como hace un año, inalcanzables. Tres, dos. Uno.