Sentada en la cornisa de un balcón
Se asomó a la ventana esperando encontrar las luces de antaño. La vela, el amanecer que mecía la cuna de su vida. Miró hacia arriba sin darse cuenta de que en esta carretera los clavos apuntalan bajo piel. En una guarida mórbida, donde todo queda. Se apartó, siguió en el coche y dejó de imaginar. El motor encendido, la sordina eterna del aire caliente, las mustias horas asfixiantes. La mancha de aceite en el jersey. Los gritos en su tímpano oscuro acentuaban su lividez. El bolígrafo renqueaba sobre una papelera de oro negro. La basura. Observó, esta vez, a mil personas como ella y todas cabizbajas o con un arma en la mano: sus mentes.
Se asomó a la ventana, tan pronto como salió del hospital, y logró atravesarla. Esta vez vio una luz, y a un árbol crujiendo antes de morir. Morir, sí, pero matando en la caída.