Días azules
Era temprano, quizá demasiado para estar despierto. Él, o el mundo. En la calle no había nadie. Y la acera se había tejido áspera y en blanco y negro. Miró hacia todos lados, incluso al cielo, pero nada se movía, no tenía donde asirse. Comenzó a andar, y a los cuatro pasos, se tropezó con una libreta estéril y un lápiz. Dibujó letras como éstas que tenían forma de emoción y rompían estragos. La A y la B y la C se tornaron amarillas y siguió caminando, solo, imaginando que creaba en el asfalto un vehículo para viajar en el tiempo o simular miradas. Siguió hacia adelante, o a la izquierda, en el curso de un paso de peatones, pisando los tramos blancos, no por superstición sino por sentirse que hacía algo diferente. Como aquella portada de los Beatles cruzando Abbey Road. En el último tramo blanco, el más grueso, casi cae al suelo del salto. Pero ahí estaba. Tenía forma cuadrada y redonda, algo contradictoria, y un ligero color que le había dado el cuaderno apenas manuscrito. Era música. Un CD, que comenzó a sonar lanzándolo al aire. Decía: "Esos días azules, y ese sol de mi infancia", como el poema de Antonio Machado. Y de sus tonos comenzaron a brotar corcheas en compases redondos que transformaron las baldosas en olas de colores y las ventanas se llenaron de arcoiris o de personas. Se paró. Y miró alrededor. Ya no hacía falta imaginar sonrisas o viajar a otro tiempo. Sabía que sólo bastaba caminar, un poco más, para llegar a aquel árbol verde y frondoso y comenzar a hablar, con su familia, entre letras y música. Completando así, la paleta de la vida.