Mejor no ser
Tengo sed. Me levanto y lentamente entro en un túnel oscuro, diría que negro. Al fondo se perciben fugaces movimientos. Un pie corre, una camisa cae, las piernas alborotan la imagen. La sensación es superficial, ajena. Yo sigo de pie al frente del túnel. Los pies se mueven lejos de mí. Y ninguno hacia mí. Tiro la vela, de qué me sirve. Todavía tengo sed. Bajo las escaleras, con cuidado, las heridas no han cicatrizado. Me sobrepasan voces de antaño, pienso. Ecos en espacios tan abiertos no son de fiar. Ni siquiera hay que confiar en el pasado, que es más o menos tuyo, conocido. Las espaldas de todos los que corren no forman parte de mi memoria más cercana. Me doy la vuelta, con brusquedad. Para qué andar más. Pero sigo con sed. Se va más rápido en coche, sin rumbo. Por esta carretera en color sepia, donde nadie antes encontró su oasis. Quizá no buscaron en sus cálidas esquinas. ¿Las cálidas? El viento tacha la ingenuidad de mi cara, pero mi mirada tiene su propio curso, sus reglas, su libre forma de ser, lo de siempre. Miro hacia la derecha, miro hacia la izquierda, miro las montañas frontales. No hay nada, ni nadie. Me dejo caer y la sed… deja de preocuparme. Para qué, si dentro de tres segundos… voy a olvidarte. A ti también. Tres. Dos. ¿Sed? Para qué. Mejor no ser.