No busques más
- Quizá tendría que haberme bajado en la parada anterior-, piensa Irene dubitativa, reflexiva, asumiendo que en el riesgo siempre hay un componente de error.
Son las 02 de la madrugada. Inexplicablemente, el Metro todavía no ha cerrado. Los vagones transitan, la gente sube y baja, habla, grita, canta, ríe. Los pasillos están llenos de luz, los asientos, de espacios vacíos. Irene va sentada. Cruza las piernas, izquierda sobre derecha, el espacio exacto para ocupar sólo un hueco, un mundo, no pedir ni ceder. Posa su mano derecha sobre la rodilla, sonríe abatida, cansada. Ha sido un día duro. De nuevo, hoy ha sido imposible. Quizá debiera abandonar la búsqueda. Mira al infinito, justo debajo del cartel que acerca Aranjuez a Madrid.
- Qué ilusos, 40 minutos-, musita en voz baja. No hay eco, no hay respuesta, no hay minutos, sólo infinito. Baja la mirada y al fondo, divisa la voz borrosa de siete conversaciones que contrastan, se abrazan y contrastan, luchan y divergen, ni se oyen, ni se escuchan ni se entienden. Cuba, Filipinas, Albacete, Santo Domingo, Moratalaz, Portugal, Berlín, desamor.
- Si el mundo se paralizara –sueña-, si cada voz fuera silencio y cada gesto, una oportunidad para empezar de cero…-, recuerda, presiente, intuye hasta los puntos suspensivos, su voz aguda, un suspiro hondo, el tren corre veloz, más veloz que ella y sus deseos.
La vida transcurre ante sus ojos. En cuatro metros a su alrededor, sucede de todo. Se escapa un grito, la música resuena, la puerta se abre y se cierra y se vuelve a abrir con más ojos, más pies, más mundos, más gentes. Ininteligible, inabarcable. Cada persona parece seguir un patrón, un rol. Una gorra, botas anchas, abrigos ceñidos, sombreros de color rojo, un abrazo de tres paradas, las manos entrelazadas, el suelo sin espacios, barras sin asideros ni pies con equilibrio.
- Quién sería yo… si no fuera yo-, sentencia, pregunta, observa, calla.
Fugaz, el pensamiento se pierde. Otro más. Su mano cambia de rodilla y sus piernas se mueven desacompasadas al ritmo exterior. Parsimonia, dejadez, decepción. Sus ojos ni están abiertos ni están cerrados. Y su vestido marrón deja entrever una pequeña dosis de fría tristeza, de asunción de fracasos, de pequeños éxitos. Mira al suelo, que es su infinito, mientras el ruido ensordece a las huestes, las divide, las multiplica, las copia y las reproduce por doquier. Mira al suelo y se nubla a sí misma, mejor desaparecer. “Ya no sé por qué parada voy, qué camino, uf, no sé si podré bajar alguna vez”.
Y quizá piensa en alto. O quizá no. Quizá no se fijó, quizá de no buscar cedió sin observar su espacio. Y a su lado se sentó una noria en ciernes, un abrazo en bruto. De su hombro abatido surgió un impulso. De tantas paradas, un movimiento. Y de tan veloz, Irene no vio el camino que esta mano de sueños recorrió entre dos letras blancas… y tus labios dormidos. Despierta. No te duermas… No busques más.